Horas y horas caída en un libro, en el regazo de una silla de mimbre, suave soledad acariciadora, lejos de los malditos juicios y su distorsión del mundo; respiro que existo y me conmuevo. El silencio, la ceguera del oído, me hace escuchar la dulce miel de los propios pensamientos. Ahora tengo la mente clara. Me aclaro. ¿Qué deseo, qué espero? Pensar en ti como en un punto jerárquico de las cosas es absurdo. Poseer es absurdo. Sólo contemplo con ojos de sonámbula. Nada en mano, ciento volando en plácido vuelo. ¡Qué tremulo sentimiento ante la fragilidad, la finitud, de lo que ahora palpita tímidamente! Me fusiono con el aire como si él me respirase a mí y no al revés.
Converso mentalmente con las virtudes de la vejez. ¡Mi llama, ya no me quemo por dentro, sólo soy un tibio calefactor!
Cien pájaros volando. Ellos me llaman con su canto. No quiero cogerlos. Quiero que me enseñen a volar.