Persigo el sol entre los pliegues del invierno.
Esa luz me anuncia que todo el ruido de mi mente (todo el "¡tengo que, tengo que, tengo que!") debe callarse, y que debo cambiar el rumbo de los pasos y encaminarme hacia el mar, para gozar de la acción más nutritiva, que consiste en celebrar la belleza, dejarse acariciar por los tentáculos celestes, acoger con el cuerpo entero hecho oído la vibración del sol, el viento y la marea. Porque ellos, noúmenos eternos, son los verdaderos ventrílocuos de estos pensamientos, y ninguna revolución es comparable a la del cese de la ceguera.
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