Desde que Sàgar ha decidido que, entre otras muchas cosas, es bailarín, nos hemos aficionado a recorrer los pasillos subterráneos del metro en busca de músicos. Cuando atisbamos a alguno en medio de un pasillo, tiramos nuestras mochilas al suelo y, presos de un rapto divino, nos ponemos a bailar frenéticamente, como si estuviéramos locos.
La presencia angelical de Sàgar arranca la sonrisa de todos los transeúntes subterráneos, que nos lanzan piropos y sonrisas. El universo se transmuta con nuestro baile mágico. Nadie puede encarcelar a un niño de seis años que baila con su madre. Nuestro aspecto familiar soborna a todos los seguratas del mundo. La protección de lo sagrado de la infancia es la tapadera de nuestra alegría y la liberación de las bocas serias que...
- ¡Toc, toc! ¿Hay alguien en casa? - Sàgar me golpea en la cabeza. Luego hace una voz muy aguda, que dice:
- ¡Hola! ¡Soy un cerebro, y no paro de pensar! ¡Me rodea una boca gigante!
Nos partimos de risa. Sus comentarios son muy agudos. Déjate llevar. No seas tan... adulta. Te invito a mi paraíso, donde jugar es la ley.
- ¡Señores: hay una fiesta gratis bajo tierra!
Los pasajeros de los túneles apenas pueden resistir dos notas, ¡non stop, non stop!
- ¡No tenemos tiempo! -nos gritan sus zapatos.- ¡Tenemos mucha prisa!
Imagino que todos los músicos del metro son Orfeos que descienden al infierno para encontrar a Eurídice.
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