sábado, 23 de noviembre de 2013

La ermitaña realicida

Había intentado tantas veces saber cómo sería mi muerte. Todas las noches solía desnudarme ante un espejo, a la luz de una vela. Observaba con curiosidad cada una de mis curvas, esa funda de piel tersa y joven que envolvía mis órganos sin dolor y en perfecto estado de salud, el cuerpo que, afortunadamente, me servía para moverme por el mundo.

- Por chiripa, tengo un Jaguar.

Me acariciaba en soledad y, mientras contemplaba la llama danzante de la vela, imaginaba los llantos de las mujeres que habían sido bellas, sus gemidos ante el descubrimiento de la primera cana, la primera arruga.
Recorría con mis propias manos mi cuello, pechos, cintura, caderas y muslos.
- Esa funda no me pertenece. Es de alquiler.
A veces, me masturbaba. Era normal que me excitara viéndome tan hermosa ante un espejo, y que entonces mi narcisismo se detuviera en el coño, en ese delicioso, prieto y jugoso coño que, por el más absurdo azar, me pertenecía. Después del orgasmo, me iba a la cama.
Estirada sobre el catre, miraba al techo e imaginaba cómo sería enamorarse, tener hijos, trabajar para construir mis sueños, envejecer. Envejecer. Contemplaba la libertad de los ciento volando. Y volvía a preguntarme si llegaría a vieja o si moriría joven, como una heroína, segada por la muerte como una flor fresca que nunca llega a dar su fruto, marchita en un invierno sin verano.
Vivía agorera. Imaginaba de qué color serían los ojos de mi hijo, cómo olería el paisaje de mi próximo viaje. Mientras tanto, el presente se escapaba por el rabillo del ojo. Cogía un poso del café o un espejo de lavabo público y, con la soltura de un mago improvisado, exploraba el conjuro de mi próximo dibujo.
Las películas de mi imaginación dependían del tipo de noche. Algunas veces me dejaba invadir por los malos augurios, y me veía diciendo adiós al amor de mi vida en un aeropuerto, asistiendo al entierro de mi padre, criando como madre soltera a un hijo sin sentimientos y gritando en el interior de un coche que da vueltas de campana cuneta abajo. Otras, pensaba en una vida llena de amor y de sabiduría, con una dulce expiración en un lecho cómodo, rodeada de familiares felices. Me despedía con la satisfacción de una larga vida vivida en plenitud y entregada a mis amores:

- Os quiero mucho. No sé si podré comunicarme con vosotros una vez que descubra si hay vida después de la muerte. Probablemente no pueda regresar, no pueda girar la cabeza o perseguir psicofónicamente una manera de decir "Estoy aquí, la conciencia perdura" sin que os asustéis. No querréis que me manifieste ni cosas por el estilo, sino que descanse en paz. Intentaré hacerlo. Y, como toda buena moribunda, os diré mis últimas palabras: sonríe de corazón y se te abrirán las puertas del mundo.
Después cerraba los ojos, dibujaba una sonrisa a conciencia y así se quedaban las facciones de mi agradable rostro difunto. Mis allegados lloraban sin demasiado peso. Lloraban y se abrazaban maravillados por mi amor infinito hacia ellos, y hacia el privilegio de haberme abrazado mientras latía.
Pero, detengámonos. Ésta es la escena. Suena el teléfono. Intento adivinar cuál es la voz amiga que me acariciará desde el otro lado
- Hola...
- Hola...
- ¿Qué tal? - los dos a la vez, reímos.
Él tiene la voz del otro lado.
- Mientras la besaba, pensaba en ti.

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