(Monstruifización de la Maga Despistada, convertida en Medusa)
Estaba sentada en la cama de la izquierda. En aquel instante apareció x desnudo, me retiró la falda hacia atrás y empezó a penetrarme, en una sintonía rítmica con mis jadeos. La experiencia duró tres segundos: justo cuando estaba a punto de correrme, él desapareció con la misma niebla que le había permitido aparecer. Ella, estirada en la cama de la derecha, con un enorme cojín amarillo y cuadrangular bajo el cogote y los labios pintados de fuxia, contemplaba la escena, excitada. Su cabeza estaba coronada por una pamela y sus ojos estaban cubiertos por unas gafas de sol, enormes ventanales oscuros (análogos a los coladores visuales de las moscas).
-
Qué pena que los recuerdos no puedan durar más de tres segundos.
Asentí. Mi mano derecha empuñaba un peine de largas
púas que parecía hecho con molde y con la substancia de una miel oscura. Me
sentía triste, y me peinaba con tanta fuerza e insistencia que mis cabellos
dorados se arrancaban y oscurecían adoptando un tono plomizo, desconectados del
brillo eléctrico del riego sanguíneo. Luego debía quitarlos con los dedos de la
superficie dentada del peine. Caían luctuosamente, y forraban la cama como un
colchón rupestre hecho de paja. Al ver que me estaba quedando calva, empecé a
sollozar y me rodaban lágrimas por las mejillas. El torrente de mis lágrimas se
unió en una sola gota que resbalaba por
el cuello y formaba un pequeño charquito en mi pecho. El corazón, viéndose en
ese estanque, empezó a nadar como un pez, e iba de un lado a otro del tórax,
aleteando a través de la aorta y las venas superiores e inferiores. Ella se
percató de mi inundación interna:
-
¿Qué pasa, preciosa? ¿Por qué lloras?
Mis puños retenían otro
manojo de pelos muertos. No podía responder. Había cogido el peine para
arreglarme las ideas, pero ellas caían y morían. Me estaba quedando hueca y
húmeda por dentro. Me levanté y fui corriendo al cuarto de baño. Encendí la luz
y me allegué a la orilla del espejo. Por primera vez pude contemplar mi cráneo,
con todos sus hoyuelos felices, y con los puntos yuzen en la nuca.
Ya jamás los hombres
desearían mi melena ardiente y enredada. El pelo, como la idea genial: nacido, crecido, alargado hasta la
saciedad y muerto, arrancado de raíz por la mueca catastrófica del peine. Las
relaciones, las conjeturas, el análisis liviano de los objetos, los edificios
de cosmogonías construidos sobre el cimiento intelectual de las lecturas y
respaldados por la supervisión del refrescante elixir de la
experiencia, los allanados caminos de las canciones y las esperanzas; la ristra de los ajos emocionales, el
estallido tierno del beso como chasquido de amor e irrupción de todo lo
anterior. A todo aquello, el suelo lo absorbía, haciendo de mis hojas una
alfombra viva y otoñal que los zapatos ajenos podían pisar y los hongos y demás
engendros descomponedores engullían con sus entrañas, como modistas del vestido
intacto del vacío.
Alguien golpeó la puerta con
delicadeza. Se oyó una voz teatral que interpretaba el tópico de la amiga
comprensiva. Por supuesto, otra vez, era Ella. La dejé entrar, aunque con recelo. Ella me
miraba con satisfacción.
-
¡Pobrecita! – exclamó con el ceño fruncido y la boca arrugada como un
pimiento barnizado. – Pero hay pelucas muy monas…
Mientras me lo decía, se
quitó la pamela, y vi que ella era como yo, monda, deshojada. Sólo que habíamos
llegado a ese estado deplorable por vías distintas. Mi imbecilidad se había
allegado por el ansia y acumulación de conocimiento, algo similar a una vejez
prematura, en tanto que la suya era una ignorancia gentil que se amoldaba con
las inclementes corrientes de la moda. Sentí lástima por su pobreza espiritual,
y asimismo vi que en verdad muchas mujeres eran como ella: se habían
convertido, casi sin querer, en objetos poco críticos y obedientes. La
propaganda la había convertido en un fetiche sexual del macho; los tintes, los
champús, las peluquerías, la exposición imprudente a los rayos solares, le
habían debilitado los cabellos, y estos habían perdido toda su frescura y
suavidad.
Y entonces fue cuando
formulé mentalmente una tesis entretenida sobre los cabellos como correspondencia
material de los pensamientos, e indagué en el trato de los mismos dentro de la
sociedad. Comprobé que habría preferido llevar una triste cola de caballo, como
un vórtice unificador de ideas regidas por la inveterada y epicúrea sazón del
hedonismo; o vestir con el melancólico kippá de los judíos, pegado a una pareja
de filacterias colgando como bucle existencial. Quizá también hubiese sido más
agradable acartonar los pensamientos y mantenerlos intactos con una gomina
rocambolesca, o llevar largas patillas como lunas románticas en las sienes. Por
último, si mi rostro no hubiera cumplido con la aún tersura de la juventud, tal
vez mi calvicie habría quedado camuflada por el proceso degenerativo natural de
la acumulación de años, de la vejez.
Reflexioné, reflexioné como
cualquier loco desnudo, moldeando el aire transparente de los recuerdos. ¿Qué
postura había sido la de la religión? Porque la kábala distaba de las exigencias de la Iglesia Católica,
la que ofrece el cómodo y disimulador hábito negruzco de las monjas. La parada
más reiterada de nuestro itinerario: la Biblia y los sermones de los curas iban a misa.
Los dogmas se convertían en mantos que cubrían y eludían, que escondían a los
pelones sin inteligencia. Punto más sincero y atractivo era hacer ostentación
del desierto cerebral: los budistas, por ejemplo, exhibían el vacío mental como algo positivo;
es más, los pelones que sentían atracción por las promesas de Sidharta Gautama,
podían sentirse orgullosos de sus carencias: el ego tenía que
acabar sus días en la guillotina de la ausencia.
¡Quién sabe! Si, por el
contrario, lejos de adquirir ninguna de las religiones, uno quería seguir los
hábitos de las miradas curiosas, existían pelucas de mil tonalidades, con
formas fantasiosas, y mechones y longitudes distintas. El vacío podía
disfrazarse con los colores del conformismo, podía ser substituido por una
buena compra en las rebajas, o con las imágenes rápidas y sugestivas de una película
de Hollywood; las calles estaban repletas de tiendas y luces de neón, de paseos
y bancos y animales exóticos. “La tendencia evolutiva del hombre lo induce a
perder los cabellos” – decían los calvos confundiendo sus deficiencias con un
estado avanzado de evolución. Incluso
pensar demasiado, según los centros de meditación y demás tendencias new age, era nocivo para la absolución
del alma por parte de los altruistas seres de luz.
Un grito exterior me
devolvió a mi estado físico bordado en
la tela del espacio - tiempo. ¡Claro, Ella todavía estaba junto a mí, en el
cuarto de baño! Me miré al espejo, y casi exploto en un infarto de júbilo: ¡los
cabellos habían vuelto a crecer, y eran las serpientes de Medusa!
-
¿Qué ha pasado?- me pregunté, en voz alta.
Ella seguía calva y me
miraba con envidia. Meneó la cabeza sin indulgencia, de un lado a otro, se
sacudía la rabia como un perro las pesadas pulgas. Yo ya estaba otra vez,
jugando como una niña con mis pensamientos alucinógenos y disparatados,
haciendo otra vez malabares con cuatro o cinco ideas distintas, que hacían
hermosas acrobacias en el aire.
- ¿Es que nunca puedes dejar de pensar?
Nos pusimos a reír. La risa
era una comunión de pensamientos alegres que bailaban.
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