domingo, 7 de febrero de 2010

El arlequín acodado



[El arlequín acodado, Pablo Picasso]

No hace falta tener mucho tiempo por delante para que alguien extraño se aparezca con un mensaje. Era un lunes cualquiera, estaba en la cola del pan, había un chico vestido con una especie de túnica a parches cosidos, llevaba una trenza negra hasta la rabadilla y tenía los ojos vivarachos, las cejas los sobrevolaban como aves migratorias y la sonrisa hacía surf sobre su cara, que era, en su conjunto, hermosa y exótica como un país no inventado todavía.

El chico era el tercero de una cola de cinco personas y dejó colar a la cuarta. Yo era la última de aquella serpiente humana. Cuando clavó en mí su mirada, procuré avanzarme a su excesiva amabilidad.

- No hace falta que me dejes colar. No tengo prisa.

Me preguntaba cuál era el enigma de ese extrafalario personaje, por qué esa expresión de bella curiosidad que acribillaba el mundo, por qué esa galantería que parecía propia de un asceta o un suicida, por qué esa ofensiva despreocupación frente al propio egoísmo.

Llegó su turno. Pidió dos barras de cuarto, pagó el importe exacto con monedas distintas y dio las gracias tres veces. Acto seguido, se giró y me entregó una.

- ¿Cómo sabías que iba a pedir una barra de cuarto?- le pregunté, atónita ante su regalo. La panadera lo observó con la misma incredulidad.

- No soy religioso- respondió-, pero siempre actúo como si un dios me estuviera observando. Es divertido.

Desplegó una sonrisa que era una paloma mensajera y se marchó con toda la parsimonia del mundo.

Ese día, sin motivo alguno, bendije el pan antes de comerlo y después solté una carcajada. Me imaginé a un dios con manos de cactus que iba en monopatín y que me observaba en sus ratos libres.

2 comentarios:

la sombra del felino. dijo...

que bo!!! m'ha agradat molt aquesta mini historia. salutacions!!!

Nada del Otro Mundo dijo...

Asisto a la sombra del felino, es algo de otro mundo.