viernes, 28 de marzo de 2008

Butacón de hospital


Casi cada noche desciendo a los infiernos, y a la larga, como todo lo cotidiano, el infierno se convierte en un lugar entrañable.


La unidad 4 de oncología es un bar sin duda terrible. Camareras sirven puntuales sus copas de suero. Dosis de tranquilidad, capaces de sedar a un caballo. Morfina. Incluso suena la radio, que distrae el miedo a la muerte y la viste de carnaval.


A partir de las diez de la noche, somos cuatro gatos siniestros y melancólicos los que merodeamos por ahi y velamos por nuestros familiares. Te cruzas con otros narcotizados por el dolor y todo es tan natural y fluido que piensas "ésta es sin duda una lección de alta filosofía". Y normalmente hay mucha cordialidad y buen humor.


En la sala de espera hay un buzón de últimas voluntades, casi siempre girado y vacío.


Pero el mar está demasiado cerca. Me promete un final feliz, un éxtasis cromático al amanecer. (Evoco el Libro de Job.)


Ayes dantescos, lágrimas rutinarias, rostros destrozados por el insomnio.


Pero también, están esos héroes que han atravesado el fuego, los que se han trascendido. Han determinado que el espacio y el tiempo no existen, que no sabemos nada del más allá y por tanto no merece la pena preocuparse. Viven auténticas experiencias de amor. Son extremadamente libres, porque no les coartan los valores arbitrarios de la sociedad capitalista. Momentos de ¡aquí y ahora! frente a los suyos. Mística pura.


Así hemos pasado la noche mi madre y yo. Ilusionándonos en proyectos vitales. Ella me pedía que le construyese un reloj de pared con una guitarra de juguete y yo le preguntaba sobre la alquimia de las papillas de bebé. Le pongo vaselina en los labios para que no se le agrieten, y le hago un pequeño masaje hidratante en las piernas y la espalda mientras me imagino que entra toda la energía del universo en mi cabeza y que se la transmito con las manos.


Cuando está profundamente dormida, camino por los pasillos hacia la máquina de café y recito en voz alta.

Esta noche llevaba un fajo de poemas para memorizar (imposible dormir en el butacón de una sala de hospital), buena calderilla para las máquinas de café (allí eres pobre con un manojo de billetes: te puedes volver loco buscando cambio) y un pitillo de rigor nocturno. Llevo ropa cómoda, como de aventura o campamento, una sonrisa internacional y la locura de vivir en un globo propio y desenfrenado, que me viste de sus mejores galas.
Y pienso, quién sabe, hay quienes sólo pueden ser felices después de haber bajado al infierno a buscar lo que más querían.

2 comentarios:

Leo dijo...

Tus palabras me traen recuerdos de otros infiernos, Maga. Noches de lucha contra el sueño, el aburrimiento, la ansiedad, la soledad. Pero siempre amanece después, siempre.

Ánimo y besos.

Therfer dijo...

Lo bueno del descenso dantesco al infierno es, como en la divina Comedia, poder luego salir de él y llevarnos con nosotros un manojo básico de información sobre cómo vivir en este mundo...