sábado, 14 de abril de 2007

Preguntadle a John Doe


Nota:
El nombre John Doe es tipicamente usado en los Estados Unidos en las acciones legales , en el caso de los hombres, para reemplazar un nombre (para mantener el real anónimo) o porque se desconoce el nombre real de la persona. Los cadáveres o los pacientes de las salas de emergencia cuya identidad se desconoce también son conocidos como John Doe. En el caso de las mujeres se utiliza el nombre de Jane Doe. El nombre que se utiliza para un niño o bebé que se encuentra en el mismo caso es Baby Doe. Si hay parientes que se encuentran en la misma situación se utiliza el nombre de James Doe, Judy Doe, etc. El apellido Doe es usualmente usado por demandantes o demandados que prefieren mantener su nombre real anónimo o porque su nombre es desconocido.
 
John Doe era, probablemente, uno de los seres más afortunados de la tierra. Era mortal, desde luego, pero lo tenía todo. Todo lo que podría desear un hombre. Los sueños de su juventud se habían realizado. No habría sido del todo feliz si el fruto de su vida no le hubiera costado lágrimas, tesón y esperanza. Tras años de esfuerzo y optimismo, había alcanzado la ansiada meta. Su cuerpo estaba drogado por la dicha. Tenía un hermoso lugar donde dormir y un trabajo donde le apreciaban. No se privaba de ningún antojo. Viajaba cuando le apetecía, cataba las delicias prohibidas que le venían en gana y era tan atractivo que todos los hombres y mujeres deseaban su compañía.
Pero su ambición no tenía límites. John Doe se cansó de su alegría. Abandonó a su pareja, la mejor que tendría nunca, ésa que tantos años le había costado enamorar. Se distanció de aquellas miradas comprensivas y sonrisas cómplices de los amigos, confianza forjada tras años de experiencias comunes. Dejó aquel hogar, idílico, generador de ohs de admiración, que había construido con sus propias manos. Se alejó del mejor trabajo, cima de su carrera. Regaló sus pertenencias, horas y horas del sudor de su frente. Quemó sus obras de arte, esas noches de fértil insomnio. Cambió su armario por los harapos de un mendigo (ir desnudo habría llamado la atención y le habría alejado de su objetivo) y se puso a pasear por una calle roñosa, más libre que nunca.
De noche, ya en Ninguna Parte, el frío le recordaba que, abrazado a una bella mujer, había deseado saber cómo era vivir ajeno a sí mismo. Ahora que no existía lo tibio, el aire le emborrachaba. Qué hermosos eran aquellos azotes de hielo en sus articulaciones, aquel dolor inmundo, aquel estruendo de lenguas desconocidas como telón de fondo y ese rostro propio desfigurado por el hambre y el miedo a la muerte.
John Doe fue, sin duda, el hombre más feliz y más infeliz del mundo. Nació sin nada y murió sin nada. Renunció a la vida para no pensar, en el momento de su muerte, que no había vivido. Amó sus arrugas cuando se hacía viejo, y las llagas de sus manos cuando trabajaba por el salario mínimo. Una vez me dijo:
- Estoy agradecido a la vida desde los seis años, cuando aprendí a silbar.
Si algún día, en el corazón de la dicha, observáis un ligero punto negro, pensad que es la pupila de John Doe, su infatigable fantasma, mirándoos desde el Más Allá. Desviad el alma de ese pequeño vacío, porque John Doe os dirá que sólo tenemos en riendas aquello que nos falta.

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