[Dedico este poema a mi amigüita Olga, que está llena de colores vivos, con la que he compartido tantas tardes de magia plástica. ]
Un día, cuando yo todavía tenía una vida
bucólico-pastoril,
[es decir, cuando las estrellas,
con sus puntas traviesas, me embestían
en sus corridas de toros y me producían
orgasmos, y las nubes me enviaban cartas
con amenazas bomba y almorzaba hiedra
todos los mediodías..] iba yo feliz,
por los parques, con una sonrisa en forma
de plátano hacia arriba o de media luna;
tenía yo ese arco en los labios
con el que navegan las góndolas o las sandías
hábilmente cortadas en verano;
porque todo cuanto me tocaba era un inmenso
Regalo,
comprado en las rebajas del paraíso Vikingo.
El ratón Pérez, los Reyes Magos y demás
Taguilis y amigos invisibles,
se reunían en su Tabla Redonda
y convenían qué bengala de mis costillas
iban a encender, para que me entrara
una pataleta de felicidad, saboreara
golosamente el tántrico misterio, y riera
en el nombre de todos los números Impares.
A veces el suelo tenía sorpresas para mí;
me caía a propósito para que él me abrazase
con su tórax inmenso. Los contenedores
de basura sideral me regalaban maderas
rectangulares, sobre las que yo dibujaba
hombres viriles con cabeza de flor,
que bailaban conmigo tangos
hasta que se descomponían en música.
El mundo era perfecto e imperfecto,
sin contradicción: (cambiaba de nombre
cada diez minutos). Los relojes se afeitaban
el bigote, después de ducharse. Todavía
no existían las señales de tráfico, ni había
colapsos en las carreteras de ideas. Yo aún
no era consciente de mi crueldad, y seguía
decapitando girasoles para comerme sus pipas.
Yo iba desnuda. Conducía mi cuerpo
como si fuera un barco. Mi columna vertebral
era el mástil, y, si alguien soplaba para hacer
pompas de jabón, las velas de piel de mis pechos
se expandían de alegría, y yo corría a toda velocidad
por el azul océano de mis parques. A veces,
me detenía en los pipi-cans, y los perros
se convertían en alegres caballos alados,
que me contaban chistes o bromeaban
sobre sus retretes (yo siempre me reía
hasta que presentía que la risa
podía llegar a matarme con su bazoca
de evasión despreocupada, ajena a la política).
Oh, iba yo, con un cesto lleno de castañas:
recogía setas de los labios suspirantes
y las cocinaba en mi olla de bruja órfica.
Por las noches, me conmovía el Silencio,
y hacía el amor encima de los columpios,
y sus cadenas rugían de puro placer infantil;
era yo feliz, como decía,
jugando a médicos y enfermeras
con mis amiguitos, los pastores urbanos,
los que llevan a sus sueños a pastar
por aquellas montañas que moran en Imaginación.
[Un apunte imprescindible: Las ovejas
de mis pastores urbanos eran los sueños
o las olas del mar: al levantarse, por la mañana,
mis Lancelots escribían sus fantasías sexuales
en una hoja pélvica, dejaban imprimir
-con suavidad- la inyección de tinta
de su estilográfica y envolvían a la Nada
con un alud de cuentos o dinosaurios de papel. ]
A veces yo pasaba las horas muertas,
me olvidaba de mis miedos y atributos
y me recostaba en un asiento de primera fila:
veía cómo Naturaleza se quedaba calva en Otoño,
y ensayaba mis predicciones de quiromancia
contemplando las rayas mudas de las hojas
caídas de las acacias. Tan sobresalientemente
Imbécil era yo, que los pájaros me paraban
por la calle, para preguntarme cuál era el atajo
más seguro para atravesar la cueva de mis ojos.
Yo les decía que anduvieran tres calles, siempre
hacia la izquierda, y que a la altura de la Iglesia,
rezaran cuatro Avemarías y se embadurnaran
el pico de un esperma sincero (parecido al de
los fósforos consumidos hasta el final de sí mismos):
sólo de este modo podrían acceder a mis tabernas.
(Por aquel entonces, mi mirada tenía aquel sabor
amargo y juguetón de la cerveza.) Por las noches,
los pastores urbanos y yo, aullábamos;
nos descomponíamos en súplicas animales,
e invocábamos al sudor de los astros,
para que llovieran letras sobre nuestros paraguas.
Yo, por aquel entonces, amaba el barro;
me gustaba su tacto viscoso entre los dedos,
a veces me hacía pasteles con él, lo relamía,
lo comía, lo besaba soñando con manos de Rodin.
Las piedras, en cambio, siempre me tuvieron ojeriza:
estaban celosas de mis relaciones con el barro.
¿Qué era yo, durante aquella Edad de Oro?
En mis tobillos se estremecía un muelle
que me permitía dar saltos de canguro.
Pisaba el mundo, y hacía expediciones anatómicas;
los días más felices los pasaba contando
las escaleras que subía, sacando la lengua
a mis vecinos, mirando el apareamiento
de los perros con mis prismáticos. El tiempo
no sangraba, si me faltaban horas, se las pedía
a la tierra poniendo cara de pena, y actuaba
tan bien, que siempre me concedían más segundos
para que jamás me detuviese, para que jamás
se extinguiese el sabor de lo dulce amargo…
Pero ahora paro, en esta hiperbólica invocación
de tiempos mejores. Mis pilas siempre
estuvieron puestas. Sólo que ahora funcionan
del revés. Me rebobino, catatónicamente,
y ya no oso enamorarme de ataraxias:
aún espero que mis ojos hagan carambola
con el Sistema Solar de mi pastor urbano.
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