lunes, 9 de julio de 2007

Basura


(Prólogo a las Baladas de la carroña)



A todos los desarrapados del mundo.


Durante todo este tiempo me dolía tener los ojos abiertos. Intuía los cráteres, las espinas de los objetos mediocres. Tanta basura alrededor de los contenedores, con su función meramente acumulativa. Una decadencia también intelectual. Tantos diálogos infectos, repetidos hasta la saciedad, en bocas vacías, agujereadas por naturaleza. Cuando determinados tipos hablaban, confirmaba mi teoría de que la boca es un cero enorme enmarcado por una especie de ventosa.



La única trayectoria del ser humano es permanecer invariable y primitivo, pese a su aparente movilidad, pese al ansia del reloj y la estresante prisa metropolitana. Lo que llaman acción no es más que un esfuerzo que deja residuo. Si se continúa la historia de todos los denominados méritos, asoma el gusano. Nada más meritorio que la vida sedentaria de un árbol.

Habitaba en una fase barroca. No tenía la serenidad que confieren los años, y era demasiado joven e imaginativa como para pensar en mi decoro femenino. Mi cara reflejada en los ojos del otro era una calavera escheliana. Visualizaba a Eva lamiendo un cráneo mondo en vez de la manzana roja.

Cada vez que comía carne me imaginaba al animal en el campo e iluminado por la luz del sol. Protagonizaba el peor de los asesinatos: mi espíritu ignorante veía primero el corral y después el matadero, mi espectro amenazaba la felicidad de la res. Yo era una lengua babeante y tiránica a distancia. Había asesinado al pollo y después escondía mi culpa a través de la bula, el ticket de compra. Era aún niña y mi madre se preocupó sobremanera porque me comía el pollo llorando. Imaginaba un dulce animalito inocente picoteando pienso. Y me odiaba a sí misma y a la humanidad, que concebía como una plaga muy similar a las ratas de cloaca.

Recuerdo el hipersomnio o el zazenismo idiotizante. Horas tirada en la cama mirando al techo, sin la intención de mover un solo dedo. Asqueada de las famosas actividades que generan basura. Tanta forma, tanto horror vacui y casilla de horario se transformaban en un obstáculo, una molesta mota en el ojo. Bulímica de información y propaganda. Esos rostros sonrientes invadiéndolo todo con sus colores satinados. Bulímica de títulos académicos. Sólo buscaba el dulce calor de la manta que a veces recuerda a lo tibio del útero materno. Repito que entonces era demasiado joven como para pensar en lo exquisito. Todavía no había lobotomizado una parte de mi cerebro para vivir tranquilamente con un trabajillo estable y un techo de alquiler. Vivía en la prisión paterna (cualquier adolescente siente que vivir en casa de sus padres es una libertad condicional), escuchaba música estruendosa y me negaba a deshacerme de mis trillados pantalones tejanos.

Pero una tarde, después de tomar el café en casa de un amante poco serio, decidí ir a buscar los apuntes de francés para ponerme a estudiar. Me sentía un poco eufórica debido a mi vulnerabilidad a la cafeína. Bajé por un ascensor lleno de envoltorios de Mc Donalds y le dije a mi amante: “Mira qué guarra es la gente”.


Después llegué a la calle Meridiana y respiraba como siempre ese oxígeno en simbiosis con la supuración de los tubos de escape. Pero algo sucedió. Cuando llegué al semáforo, encontré un monopatín al lado de un contenedor de basura, y yo lo deseé, aunque me parecía irracional este deseo. Era un trasto, pero yo lo quería aunque no tenía intención de convertirme en una skater. Pensé que podía utilizar su vientre para pintar un cuadro bajo las ruedas y crear una pintura dinámica. Sin embargo, fui cobarde, y no recogí el monopatín (que, por cierto, estaba dentro de una bolsa a juego) por miedo a la mendiguez o por pereza peatonal. Sólo los proscritos –pensaba entonces, contaminada por la recta educación de la escuela- recogen la inmundicia que rodea los contenedores. Las miradas de los demás son flechas hirientes para el enajenado que toca aquello que otro ha repudiado.

Más adelante, en el siguiente basurero, me crucé con un cuadro cuyo cristal estaba roto: contenía la imagen de una mujer desnuda, de espaldas. La figura femenina alzaba los brazos hacia una mariposa extraña, también con cuerpo de mujer: casi satánica. También pasé de largo ante este segundo objeto deseado. Para adquirir el póster debía dar patadas al cristal del cuadro, en una acción semivandálica que sin duda llamaría la atención de los vecinos.

Llegué a mi casa y yo deseaba el monopatín y el póster de la mujer ante la mariposa celeste. Cogí el diccionario de francés, di un beso muy rápido a mi madre y a mi hermana y bajé rápidamente las escaleras de mi ático sin ascensor. Cuando llegué a la calle, miraba al suelo, buscaba basura. Vi el pomo brillante de un cajón y lo recogí de su orfandad absoluta. Me parecía la pieza brillante de un ajedrez inexistente. Como un peón dorado. Seguí la trayectoria de los contenedores del barrio. Así fue como supe que pertenezco al gremio de los que buscan entre los escombros algo brillante y gratuito, al margen del monopolio capitalista.

He descubierto, por otra parte, por qué pongo tanto empeño en basar mi arte en la transformación de la basura o de los sentimientos más bajos. Soy pobre y tengo la moral mártir del proletario. No tengo un puto duro. Se me cae el alma al suelo cada vez que veo lo que cuesta cualquier cosa. Normalmente la gente repudia la basura y paga por lo que no considera basura. Yo tuve que cambiar el chip. No puedo comprar x y reciclo y, que no es exactamente x, aunque, bien mirado, es casi x. Basta con imaginar y poner lo que falta.Ahora vivo para observar la basura y pienso en cómo transformarla en oro. Algo similar a lo que hacían los antiguos alquimistas. Las cosas más viles y sucias de nuestro alrededor, hábilmente combinadas y cocidas a fuego lento pueden transformarse en algo hermoso. Así opera la naturaleza, que abona los bosques con la podredumbre de las plantas y animales muertos. La alquimia es mi única manera de sobrevivir en el suburbio, de soñar al lado del río Besós lleno de ácidos químicos y peces de tres ojos.

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