Introducción afónica
El cuerno del cartero de Münchhausen era más bonito que una bocina electrónica con el sonido en conserva; las botas de siete leguas, más bonitas que el automóvil; el imperio del rey Laurin, más bonito que un túnel ferroviario, las raíces curativas de la mandrágora más bonitas que un telegrama ilustrado, comer el corazón de la propia madre y entender el lenguaje de las aves, más bonito que un estudio zoopsicológico sobre la expresión rítmica del gorgeo de los pájaros.
Robert Musil, El hombre sin atributos
Qué fácil confundir un beso y un coágulo. Usted no podría discernir la ínfima línea que separa el placer severo del dolor liviano. Pero no genere esa mueca de disgusto en los labios. No tuerza el rostro como si un viento lo doblase. Sonría, a pesar de lo grotesco de la situación. Estoy frente a usted y veo de lejos su talón de Aquiles. ¡Ah, hombre maduro encorbatado, de irresistible americana y gafas de sol! No me impresiona esa barítona voz de gentleman, ajada por el alcohol y afectada por fugaces infidelidades de hotel de lujo. Ni su cortesía de implante, esa barata imitación de Humphrey Bogard. Ni su repentina melancolía de cigarrillo, que ahora mismo parece inundarle de negros humores.
Venga conmigo, a mi casa. Quiero enseñarle los dientes amarillos de los gitanos y los veleros de papel ahogados en el lodo. A veces sigo la corriente del río y veo cómo a medida que envejece se hace más opaco. Soy incapaz de imaginar su fondo. La turbulencia me impide atravesarlo de una sola ojeada.
Mi barraca con jacuzzi huele siempre a tierra húmeda. En invierno paso frío y por eso busco a hombres soñadores como usted, algo bohemios y presuntuosos, para que me inviten a cenar y disfruten del sexo en la precariedad suburbial. No me juzga pobre porque soy aseada y creativa con los despojos. El vestido lo reciclé de un contenedor. Nadie lo imaginaría. Usted ha quedado conmigo porque conoce mi fama. Esa historia falsa de mi vida, que me forjé en las aulas universitarias y se extendió de boca en boca desde los bares que suelo frecuentar. Todo una mentira. Cada vez que calzo mis botas negras con cordones me invento un nombre nuevo y un personaje. Imagino una historia distinta, con la que seducir a los crédulos desconocidos de la noche.
Mire las fábricas a los lejos. Su espectáculo de humo. Acaba de empezar, sin duda, el principio de una obra anónima, lanzada al vacío sin más por una puta de enrevesada anarquía ideológica. Nociva para el medio ambiente. La literatura ha nacido en estas calles. La murmuran las marujas en las colas del mercado y en las sillas inhóspitas de los cafés insalubres.
Mi mente, naturalmente, se estructura en torno a dos símbolos, las dos mujeres que conviven en mí. Me refiero a cuando existen dos individuos completamente distintos, que no obstante son complementarios. Uno es el héroe. El otro, el cobarde. Uno es en acto; el otro, en potencia. Uno es pleno y el otro desgraciado. Lo más jodido es que, tal vez, ambos, bellos y horribles al unísono, moran antagónicos en nuestra alma, y se van turnando pensamientos.
Existe sobre la faz de la tierra una tipología de seres excesivamente vulnerables, hasta tal punto que el viajero se pregunta en su contemplación desapegada del mundo si la flor delicada del camino, si la crepitante mariposa nocturna, si la señorita K, no deberían extinguirse en la siguiente generación, para no estallar en mil pedazos cada vez que un avión turístico surca ruidosamente los cielos. ¿De dónde surgen estas criaturas? ¿Han sido acaso producto de una hipérbole divina, provocada por la conjunción magnética de dos astros inverosímiles? Jamás he conocido a nadie más triste.
Aman demasiado la tierra que les hinca sus zarpas y les rasga la vida. Por eso no han sabido romper. Jamás han sido como los rebeldes o los espléndidos fugitivos, que en un impulso de valentía o de inconciencia -no sabría decir bien qué es- inician una rápida carrera hacia otros parajes, creando un pasaporte falso y olvidando a pasos vertiginosos cualquier resquicio de añoranza pasada. Los fugitivos han podido matar a la madre e incendiar su lugar de nacimiento para consagrar otro mundo en su país de llegada. La señorita K, en cambio, jamás abandonó, siquiera, el mantel azul sobre el que comía cuando era niña.
Estos olvidados despiertan sin el tacto de un abrazo o un beso. Nadie los toca ni acaricia. Notan esa carencia y les manan lágrimas. Necesitan el sexo para sentirse reales. No tenerlo les mata. La señorita K es una bella durmiente que duerme intacta en un palacio suntuoso cubierto de telarañas. Espera una señal supersticiosa, un beso simbólico del príncipe, para despertar del ensueño de su vida. (Es, en verdad, complicado: ¿cómo ignorar que la nacieron, la vivieron y la mataron los otros, siempre los otros?) Entonces, la brusquedad inclemente de los vehículos, el amoniaco letal de los cigarrillos prefabricados, el borde cortante de las puertas oxidadas o el desdén estrepitoso de los jefes de empresa, pueden sumir a la señorita K en un llanto imperceptible y continuado. Porque son motivos que quebrantan la música de su cabeza, la armoniosa secuencialidad de lo perfecto.
Aman demasiado la tierra que les hinca sus zarpas y les rasga la vida. Por eso no han sabido romper. Jamás han sido como los rebeldes o los espléndidos fugitivos, que en un impulso de valentía o de inconciencia -no sabría decir bien qué es- inician una rápida carrera hacia otros parajes, creando un pasaporte falso y olvidando a pasos vertiginosos cualquier resquicio de añoranza pasada. Los fugitivos han podido matar a la madre e incendiar su lugar de nacimiento para consagrar otro mundo en su país de llegada. La señorita K, en cambio, jamás abandonó, siquiera, el mantel azul sobre el que comía cuando era niña.
Estos olvidados despiertan sin el tacto de un abrazo o un beso. Nadie los toca ni acaricia. Notan esa carencia y les manan lágrimas. Necesitan el sexo para sentirse reales. No tenerlo les mata. La señorita K es una bella durmiente que duerme intacta en un palacio suntuoso cubierto de telarañas. Espera una señal supersticiosa, un beso simbólico del príncipe, para despertar del ensueño de su vida. (Es, en verdad, complicado: ¿cómo ignorar que la nacieron, la vivieron y la mataron los otros, siempre los otros?) Entonces, la brusquedad inclemente de los vehículos, el amoniaco letal de los cigarrillos prefabricados, el borde cortante de las puertas oxidadas o el desdén estrepitoso de los jefes de empresa, pueden sumir a la señorita K en un llanto imperceptible y continuado. Porque son motivos que quebrantan la música de su cabeza, la armoniosa secuencialidad de lo perfecto.
Pero, amigo Humphrey, existe sobre la faz de la tierra otra tipología de seres excesivamente vulnerables, a pesar de que el viajero desapegado podría juzgarlos como fuertes y resistentes, porque la naturaleza dispersó su frágil encanto con una coraza protectora. Las espinas del cactus, la quitina del grillo, el sombrero de Madame H, nos hacen pensar que estos seres son afortunados, porque disponen de un arma de defensa cada vez que estalla una guerra. Igualmente les duele ver la mediocridad del mundo, pero tienen unas alas sutiles en la mente, un sónar que les permite contactar con las utopías.
Madame H come los embutidos que penden de los árboles de Jauja, vive como princesa de la Tierra Media, es una vikinga de Walhala, teje luz con Beatrice en los Campos Elíseos. Madame H. lució el oro de El Dorado, conoció a los últimos pitagóricos en la Atlántida, levitó con Peter Pan sobre Nunca Jamás. Ha pisado Castalia, Tecnópolis, Bavia, el Parnaso, la Ciudad del Sol, el Bagdad de las Mil y una noches, el Más Allá mesopotámico, egipcio y tibetano. Ella dispone de una torre de marfil a su antojo, por ello es para mí tan fascinante.
Pero por encima de Madame H y la señorita K, está la Hembra sin Atributos. No hay dos sin tres, dicen. Uno más uno, tres, dicen. Soy esencialmente atea, pero entiendo la mecánica de la Trinidad. La Hembra sin Atributos tenía una Clark Nova de color amarillo: un escarabajo mecánico lleno de tachuelas. Quería exprimir el zumo de su espíritu hasta que su cuerpo se convirtiera en la piel macilenta de la serpiente. Se le ocurrió escribir después de ver a esos ancianos esperando a Dios bajo la luz del sol en las plazas públicas. El día del vigésimo cumpleaños de nuestra Hembra sin Atributos, Charles Aznavour había cantado desde las nubes escocesas de ese mundo platónico paralelo de la conciencia:
La bohème, la bohème,
ça voulait dire on a vingt ans.
La bohème, la bohème,
et nous vivions de l’air du temps.
Formalizaremos el saludo, a lo latino pedantesco. ¿Qué le parece, Humprey? Ave avete. Deseo llenarle de huellas dactilares. El saludo debe ser cariñoso, pero con un ramalazo agrio final para no caer en lo pasteloso. La palabra es cómplice. Es la mejor que he encontrado desde que me enamoré de un yonqui con la mirada de un Concorde. El hombre del mañana.
Es cierto: vivimos en el olvido de nuestras metamorfosis. Hace apenas un par de días, era un renacuajo que quería suicidarse porque veía despuntar dos patas traseras en su fiera aleta. Hoy, en cambio, me sé rana. He descubierto el placer de la tierra y el agua y me columpio en los verdes nenúfares de la transición. Ya no deseo morir, porque he nacido de nuevo. Algo murió en mí, y ahora estoy croando en la charca.
Cuánto duelen las palabras. Ellas siempre resucitan a Lázaro. Pero no oso destruirlas. No éstas, que le pertenecen. Sé que esta acción puede molestarle. Mis disculpas. Pero ese continuado silencio me hace suponer que le interesa mi historia. Libéreme de este amor literario, de este amor maldito, de este amor estoico, tan cansado ya, ¡tan roto, y maltratado, y sublimado! Dígame, Humphrey, que el mundo es grande y que no tiene sentido sentir nostalgia del sueño de Ícaro. Dígame silencio. Dígame lápida. Dígame que sea fuerte, que siga adelante, que madure y persevere. No sé por donde empezar. Voy a pedir un Martini. El alcohol me convierte en una niña enferma de melancolía.
1 comentario:
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