[Magritte, Los amantes]
Cuando él la acaricia, ella nota que le pinta rayotes negros en la piel. Quizá la abandone por una sopa de letras. Ella es su fetiche de inspiración: un objeto susceptible de ser poetizado. Pero la literatura no lo ha vuelto más comprensivo. Y quizá su querida se canse de esperar por las noches, cuando lo aguarda junto al semáforo y no viene. Ella se obliga a sí misma a escoger a cualquier transeúnte onírico de sus alrededores, y le recorta la cara con unas tijeras y le pega su rostro, para que se parezca a él sin ser él. Entonces se vuelve adúltera y hace el amor con el doble de su ausente.
La tela de los impermeables se está deshaciendo, ya no soportan el suplicio de la lluvia amada, se pudren como un preservativo desechado, tirado en un bosque de bolsillo ciudadano. Sí, ella no podía soltarlo, ella no podía soltarlo: sus sueños le habían prometido que él estaría al final de todos los túneles, en todos los vagones del metro, en todas las palabras de los libros, en todos los espejos. Una vez había deseado desaparecer, y él la siguió enrollado en una sábana y le preguntó en forma de mercurio luminoso si realmente quería insuflarse nada, y ella dijo que no, que seguiría viviendo, que tendría hijos y macetas, y árboles y carpetas con separadores; que viviría si él se convertía en dos montañas para retener su caudal nervioso en un trocito de tierra pirenaica.
Pero cayó de su silla metafísica y se hizo un chichón. Retirada la visión del polvo de estrellas, todo parecía nítidamente falso. Entonces decidió convertirse en heroína y desdeñar a los hombres malvados. Enero ya había pasado desde hacía mucho tiempo. No quería odiar, pero tampoco deseaba matar a todas sus arañas. Buscaría a algún hombre capaz de creerse sus mentiras, de engullirse con gusto sus falacias para que se proyectaran y se confundieran en una memoria despistada; buscaría a algún hombre que luciera su cara y llevase chancletas estivales, que se columpiase en los vasos de leche e hiciera guiños al sol; pero lo buscaría debajo de su almohada, en la mina de los lápices, dentro de las tazas de chocolate caliente.
Y sin embargo, él pensaba en ella a todas horas, sólo que con hilo transparente, y se cosía lentamente ese músculo tartamudo que late y repite siempre lo mismo como un tambor, sin notas, repiqueteo de canicas que chocan dentro del cuerpo. Él se cosía las heridas, y callaba como soldado que silencia su metralla en la pierna; porque ella siempre hablaba pero nunca hacía, y él siempre hacía pero nunca hablaba.
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