viernes, 29 de junio de 2007

La mujer de los placeres sencillos


Balancearse en una silla coja es un inconmensurable placer. Siente la diagonal de aire, la tensión, el tira y afloja de una única pata suspendida, tímida e intermitente que, como en un sube y baja de parque, desciende para ceder el turno de la levitación a cualquiera de las tres patas restantes, en un privilegio mediatizado por el movimiento caprichoso y ondulante de sus caderas, ahora a babor, luego a estribor. Ella, capitana y dueña de su navío infantil, se entretiene en un singular juego de fuerzas, desafía a la gravedad y se acerca un milímetro a la posibilidad de vuelo, sumergiéndose en equilibrios, deslizándose en este ir y venir, este azucarado mecer en los brazos de una madre, el contorneo de la tranquilidad, de la canción, de la nana de la vida: el detalle arrojado, punto de inflexión, reflexión, indecisión; su pequeña anécdota, su sutil instante, su reducido espacio.

Contempla el mundo desde su silla coja, aprecia la intensidad de sus colores con tanta entrega que casi logra olvidarse de mí misma, evaporarse como agua cansada; pese a que la evidencia palpita en todas partes y cada objeto evoca una imagen, un rasgo, un fragmento de la historia que nace y muere entre Eros y Tánatos en algún lugar de su inconsciente.

Y como si viese dibujado en el toldo de su casa el fútil pensamiento, y como si bebiese luz con los oídos al recordar sus palabras, todo emerge en torbellinos del pasado, y se remonta a aquel presente de carne viva, en que él estaba tan solo a unos centímetros de ella, y repetía dos veces…:

- Te quiero y quiero besarte.


Y agarrando este hilo del recuerdo, halla el globo de helio que simbolizó sus trece años, y ese vértigo y temblor de ver que cada día amanecía ella con una nueva sinuosidad en el cuerpo, como sin querer, mientras presentía el comienzo de una historia insegura que se repite cada noche antes de acostarse.

No hay comentarios: