domingo, 24 de junio de 2007

La mujer árbol





Iubeam está estirada sobre el suelo de una selva que los hombres llaman Fihía Utu. Mira las copas de los árboles. Siente el contacto de la tierra en la nuca. Iubeam no se perfuma el cabello. Huele como un felino.
Ha aparecido un hombre. El extranjero estaba leyendo, sentado sobre una roca de pizarra. La ha visto y se ha acercado. La mira con asombro.
***
- Cuando pierda la conciencia más allá de la muerte, y la recupere después de un inmediato estado de vacío, y vuelva a sentirme rara; ya sea un puente, o una piedra del magma de la tierra, o un homúnculo con los pies al lado del sexo…

desabrochó desesperadamente la gabardina negra, los botones azabache saltaban como ojos o cucarachas, le pisaba los pies sin darse cuenta, la empotró contra un altar de piedra entre hojas y flores; “levanta los brazos”, exigía, las mangas de la camisa negra volaban disparadas como alas de murciélago; los cabellos se teñían de efluvios, “bésame, bésame” susurraba; bajaba apresurado la cremallera apegada al costado izquierdo de la cadera,

- …cuando sueñe que veo unas manos negras, diferentes a las mías, como a contraluz, y que se mueven en una niebla que es el fondo negro del otro lado del espejo; y me repita como en un recuerdo vestido de eco…

un torbellino de prendas, los zapatos se escurren entre el barro. “Te deseo”, repetía, mientras dejaba que su olor le inundase como un narcótico, y nadaba en la atmósfera del aliento de ella , y flotaban las capas de ropa, cada vez de materia más sutil, siete planos totales hasta el cielo; se generaba el éter alrededor; quedó aislada en sus brazos, aún con unos sostenes que impedían que el corazón saliese del cuerpo y empezase a correr desnudo

- …me repita que yo estuve aquí antes, y que me enamoré de un hombre, y que me juré no olvidar que hacíamos el amor cuando íbamos al bosque, y que yo me agarraba a las ramas de los árboles, para que la muerte no me arrebatase…

y que yo me agarraba a la luz de los astros, para que la muerte no me arrebatase, y que yo me agarraba muy fuerte en los abrazos, para que la muerte no me arrebatase, y que con los labios, con los dientes, con los muslos, te atraía hacia mí, hacia mi piel negra y ardiente, para que la muerte no me arrebatase, y que se sepultó todo, todo tras la manta del tiempo, tras los ladrones de vidas y enamoramientos. Cuando vuelva a montarme en el péndulo y viaje hacia los otros polos, condenada a la cadena de las ruedas y las espirales; y cuando volvamos a vernos, después de tantas lunas, quizá no sepamos quienes somos, pero nos enamoraremos de nuevo, porque por las noches un sueño me revelará que yo antes era negra, y que tú me acariciabas los senos…¡No, la muerte no puede ser más fuerte que todo esto! ¡Yo sé que he tenido más de dos manos, y que todos los pulgares estaban orientados hacia la misma dirección!

***



- ¿Qué dices, Desitus?

El viejo y esquizofrénico Desitus aseguraba haber sido bautizado con un participio latino, a pesar de que su lengua materna era el mandinga. En una ocasión me había explicado que procedía de un poblado perdido entre dos desiertos africanos que no figuran en los mapas. La gente no se le acercaba por estrafalario, pero a mí me encantaban sus historias de inmigrante chalado. Tenía ese aire mágico y misterioso de los cuentos de las Mil y una noches. Aseguraba que había aprendido a hablar el español en una sola vigilia en la que, con ayuda de Zulú, había logrado detener el tiempo con el fin de conseguir el conocimiento absoluto. Solía decir que durante el sueño disponemos de una eternidad para nosotros; y sin embargo, aseguraba que todos tenemos una extraña tendencia al empequeñecimiento: somos dioses en nuestros reinos internos pero queremos volvernos mortales, acuciados por el aburrimiento; y de este modo sembramos finitud en nuestros poros y ordenamos a las células que envejezcan. También decía que su poblado tenía la extraña costumbre de buscar nombres propios latinos, los cuales eran revelados en templos oníricos a los que sólo podían acceder los iniciados de la tribu.

- ¿Qué dices, Desitus? – insistí.
Desitus había murmurado algo que yo no había entendido. Me miró a través de los surcos de sus arrugas centenarias, como si tuviese miles de ojos bajo la corteza oscura de su piel.

- Iubeo Iussi Iussum era una mujer desnuda que había desinventado los zapatos y obligaba a todos los habitantes de mi poblado a tener orificios en la ropa para mostrar sus genitales. Yo la obedecía por una cuestión de pura hipnosis.

Pensé que era otro de sus disparates.

- Al nacer, sus padres le pusieron nombre de verbo porque sabían que su sino era ser mujer de acción. Recuerdo que siempre la llamábamos Iubeam, en futuro, primera persona y voz activa, porque sabíamos que pasaría a la posteridad; saboreábamos su nombre de mandato como si fuese una plegaria divina, llamarla era conjugar su carne y ceñirla con un lexema esencial sometido a una cola de cometa variable. Era hermosa como una diosa viviente.

Continué observando al viejo con incredulidad e interés al mismo tiempo. Sus manos secas tallaban la madera con una precisión automática. La navaja con empuñadura de serpiente trabajaba sin pausa, iba mordiendo y escupiendo las astillas. La hoja afilada esculpía en el lenguaje ancestral de las formas geométricas.

- Iubeam creció bella como un sol hasta los dieciséis años. Algunos creíamos que en verdad era una mujer árbol, porque diariamente enterraba ligeramente sus pies con la tierra fértil de la selva. Cerraba los ojos y alzaba los brazos como si fuesen ramas. Así permanecía desde el amanecer hasta el mediodía, inundándose de rayos de luz y recibiendo las descargas magnéticas de la madre tierra. Yo la espié más de una vez, embriagado por sus curvas naturales.
“Sólo cuando era luna llena paseaba hacia el poblado y escogía a uno entre todos los muchachos cuya edad estaba comprendida entre los dieciséis y los veinticinco años. Lo enamoraba a través de un ritual de festejo, y el agraciado, normalmente, aunque estuviese casado o prometido con otra mujer, difícilmente se resistía a sus encantos. Porque Iubeam tenía las caderas anchas como el delta de un río y los pechos firmes y sabrosos como frutas tropicales. Además, todos sabíamos que la selva se había quedado prendada de sus encantos, y que por ello Iubeam dormía en nidos parecidos a los que se construyen los macacos en las copas de los árboles.
“Los espíritus intermedios le conferían poderes; ella, por su parte, consagraba su vida a un amor que destinaba a la selva en forma de ofrenda. Por eso, hacia el atardecer, hechizaba a un joven previamente seleccionado en función de la posición de la luna, tras bailar sólo para él en una danza exquisita que le habían enseñado los guardianes de los cuatro vientos. Y tras cautivarlo hasta el éxtasis y comprobar que su miembro había permanecido erecto durante más de una hora, le besaba con miel en los labios y le tomaba de la mano con una inmensa delicadeza. Entonces, bailaba una danza rítmica que imitaba a las ráfagas de viento, y conducía al muchacho hacia las profundidades de la selva. Ya había anochecido, y la luna iluminaba con sus gasas blancas. Iubeam, imbuida por un trance provocado por ella misma, hacía el amor con un ardor desmesurado y convertía sus gemidos en cantos extraños. De este modo, hacía ofrenda de una inmensa radiación sexual que beneficiaba a todos los seres de la selva. La explosión energética favorecía el crecimiento de los árboles y limpiaba los conductos de savia obstruida. Los animales sentían un fluir magnético en las venas, y se recuperaban rápidamente de sus enfermedades, si las tenían.
“ Sin embargo, una noche ocurrió algo. Iubeam conoció a un extranjero del que se enamoró. Sin que la selva lo previniera, ambos se sedujeron mutuamente e hicieron el amor, mas desearon esconder en sus corazones la radiación sexual. Los espíritus intermedios, bajo las órdenes de los arcanos mayores de la naturaleza, castigaron brutalmente a Iubeam, y la condenaron a dar a luz a un hijo muerto durante cada día de su vida. A partir de entonces pasó a llamarse Iubebam, en la forma del imperfecto. Perdió sus poderes y dejó de vivir en la selva. No obstante, creo que no duró mucho tiempo. Poco después de un año solar, murió, desgarrada por el dolor de los partos diarios y la frecuente pérdida de sangre. El extranjero se suicidó el mismo día de la muerte de su amada.

Hubo un silencio, tajante y desgarrador. Yo esperaba que continuase; sin embargo, el viejo se había sumido en una profunda concentración. Le miré intensamente, con el objetivo de atraer de este modo su atención; estuve varios minutos sin moverme, haciendo de mi presencia un instrumento interrogador. Él, sin embargo, continuaba tallando con serenidad. Su cuchillo horadaba la madera justo en el centro, y formaba cenefas extrañas y símbolos desconocidas para nuestra civilización…Cuando ya me estaba dando por vencido, levantó ligeramente la cabeza e interrumpió su labor. Dejó la caja y el machete sobre un pequeño taburete que tenía a su izquierda, y entonces me miró, por fin:

- Deberías saber que el primer beso de la Historia se dio con los ojos, y el segundo con los labios. Ambos fueron otorgados por Iubeam al extranjero. Cuando lo miró por primera vez, la mujer abandonó por completo sus vanidades y el poder que manaba inherentemente de ellas. Por primera vez quiso barrerse a sí misma, retirarse a un rincón desconocido para poder gozar de su amado sin el testimonio persistente de las divinidades…

Pobre de mí, me pareció que el anciano deliraba, de manera que osé intervenir:

- Yo sólo quiero saber si la historia acaba tras la muerte de ambos…

¡Y enrojeció su piel negra, como ascuas vivas! ¡Estaba enfurecido, lleno de ira! Menudas palabras, las mías: “historia”, “muerte”…

- ¡Cómo te atreves! La muerte no existe…Lo más aproximado a la muerte es el olvido… Iubeam, antes de conocer al que nos la arrebató, horadaba la noche con los senos y mareaba a las criaturas con las emanaciones de su sexo. Todos pensábamos que ella era uno de esos seres que nacen para inspirar. Los hombres que hacían el amor con ella ya no volvían a ser los mismos, pasaban horas orando en los templos, y suplicaban al tiempo para ser jóvenes otra vez, y daban fuerza al recuerdo para equipararlo a la vivacidad de la sensación…

El viejo Desitus ya no habló más. Continuó su labor, como si nada. Era la hora de comer y yo debía irme. Regresé otros miércoles, otros días de mercado, con los oídos prestos como recipientes para recoger palabras e historias. Pero el anciano no volvió a referirme nada de Iubeam. Diez años después, me pareció ver a una niña extraña en la alameda del pueblo. Tenía los pies enterrados y miraba directamente al sol con los brazos abiertos. No me acerqué a ella. Un grupo de niños la rodeaban haciendo un corro. Uno de ellos exclamó:


- ¡Hoy ella será mi amante hasta el anochecer!

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