miércoles, 28 de marzo de 2007

Como las rosas y Aristóteles


yo no puedo desaparecer
como lo hicieron las rosas y Aristóteles.


Ayer se le apareció un ángel disfrazado de humano. Lo supo porque sus ojos no danzaban al conversar y se hincaban en la retina, como el puñal de un océano.

“Si mañana murieras, -dijo- ¿qué harías hasta entonces?”
Sintió el cielo ligero sobre la cabeza, y se preguntó por qué no le aplastaban los astros que parecían flotar a tantos metros de altura, allá arriba; y por qué el aire no pesaba como si fuese un barro pegajoso sobre el que arrastrarse; y por qué el tiempo no dejaba de resbalar viscosamente y detenía sus fluidos para congelar la vida como si todo estuviese dentro de una fotografía.
Pero no supo qué contestarle. Miró el reloj. Había volado un día. Cuándo le pesarían los segundos, en qué instante se abofetería la cara por culpa de las horas malgastadas. Se perdía otra gota de su charco de mortalidad, y veía que sus células se enfurruñaban en el cuerpo. Había llegado tarde, había llegado tarde a todas partes: llegaba tarde a los segundos que se caían al suelo como vasos rotos; y toda la tierra estaba recubierta de cristales de momentos perdidos, sin amor, malgastados en intentos de forzar a la memoria y crear habilidades; momentos carcomidos por la preparación de una fama insulsa, desmerecida y peinada con gomina de supermercado.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Cabe comentar que la foto es de Chema Madoz. (Hay que acostumbrarse a poner el autor en los pies de foto, que por algo luchó Eugene Smith, para la defensa de los derechos de los fotógrafos). Jeje ;)