martes, 13 de marzo de 2007

Declaración de principios


[Fragmento de una carta olvidada que escribí hace dos o tres años, encontrada en el baúl de los disfraces de Micorsoft Word.]

Primero: es verdad: la escritura es el gran monólogo sin interrupción. El interlocutor calla. Su única manera de protestar es dejar de leer. Llevo las blancas, otra vez. Así que empiezo:
No es un mal diagnóstico: enfermos de literatosis (¡bendito sea Onetti!). Y esta infección del alma es extensible a cualquier tipo de arte (¿artosis? ja,ja) . Si no hay arte, no hay vida. No una que merezca la pena. No. Para nada. No. Lo que sucede, sin embargo, es que muchos monos de nuestra especie han clasificado mal, han señalado fatalmente con el dedo aquello que pertenece – digamos, refinadamente, como lo haría un Kant iluminado - al ámbito de lo bello y lo sublime. Pero, ¡es mucho más! ¡el saco es enorme! Decía Baroja en el “Prólogo casi doctrinal sobre la novela” de La nave de los locos que la escritura es un oficio en el que no se utiliza el metro (de medir, se entiende): no hay precisión; todo es maravillosamente “a ojo”. Todo es materia de ficción, todo puede ser sueño si es contemplado con ojos de sonámbulo. Una cuestión de perspectivas. Una mente convencida puede transformar el contexto que la envuelve a su antojo; una mente convencida puede hipnotizarse y autoimponerse un destino, una tendencia, una línea. Me refiero a un engaño eficaz, sin vuelta atrás. Una mentira de fanático.
El arte es la mentira que desenmascara a la verdad, decía más o menos Picasso. Llevo bastantes años (dos o tres, digamos, cuando abandoné o enterré un poco mi ingenua e infantil convicción de que tenía poderes sobrenaturales) buscando una buena mentira. Una mentira bien argumentada, o al menos bien vestida. Una mentira luminosa, atrayente y original. Quiero esa mentira. Quiero la mentira maravillosa. La quiero para tragármela, para engullirla, para servirla como a una Orden de Caballería o Código de Honor. Quiero la mentira sublime, la mentira que sonríe como si fuese real, la mentira que pone cara de autenticidad sólo de vez en cuando. ¡La necesito! ¡Necesito la mentira, la mentira, la mentira! Quiero creerme la mentira para poder vivir un poco, sobre una base algo más sólida que las arenas movedizas de mi pobre tarro dubitativo. Pocas personas entienden esta sed. Claro. Es comprensible. ¿Qué clase de loco se autoconvence de que sólo se puede creer en mentiras? ¿Esto es un síntoma de literatosis? ¿Existe medicina? ¿Existe un médico especialista?
La literatura también tiene sus contraindicaciones. Azorín, en Diario de un enfermo, señala el estado de abulia de un pobre hombre que se lamenta de “ser vivido”, de respirar a través de biografías y/o aventuras ficticias, de novela, que no son las suyas. Claro…¡uno no puede vivir encerrado en sus cuatro paredes! (Aunque a veces no hay abrazo más gratificante que el absoluto destocar del mundo). Cuando conocí a Antonio Rabinad, me dijo (y entiendo que lo hizo con galantería, pero no dejó de sorprenderme):
“Me extraña que malgastes tu juventud leyendo; y más siendo bella.” Y entonces pensé: “Y usted qué quiere, ¿que me haga puta y folle con todos los hombres hasta saturar mi belleza?” No le dije eso, claro, pero seguro que me notó molesta (a mí siempre se me notan estas cosas ¡maldita sea!) y entonces añadió: “No me hagas caso, pero es que me extraña que lo bello pierda el tiempo embelleciéndose”. A lo que yo respondí: “Primero, lo semejante conoce a lo semejante, según Platón; segundo, no contribuya usted más a inflar mi insaciable vanidad femenina: por culpa de personas como usted me estoy volviendo una asquerosa egocéntrica”. No te creas: a Rabinad se le puede hablar de este modo. Hablarle de otra manera (seguramente, insincera) es como insultarle. Rabinad es un hombre satírico hasta la médula; en el fondo es un viejo diablo, ha vivido de todo, tiene una guerra civil encima (como tantos otros); tiene el recuerdo de los prostíbulos, el exilio, la literatura mal pagada y una condición de outsider insobornable. En lo que a lo otro se refiere, es verdad que doy asco, que es insoportable, que quiero mutilarme el yo de una maldita vez. Pero es difícil en este contexto, donde cualquier cosa siempre es sometida a un juicio de valor, y a mí siempre me tocan las lisonjas estúpidas por no sé cuales virtudes valoradas (no entiendo por qué los demás valoran aquello que sólo es un terco desdeño hacia lo convencional).
***
Más: Lo que creemos ventanas, en ocasiones son sólo espejos. Creemos que leyendo/ escribiendo nos curaremos. ¡Falacia! Nos hipersensibilizamos, tomamos consciencia de que ¿pensamos?
Utilizaré de nuevo esa palabra: “destocar”.
Me digo a mí misma: Si lo mejor está en los libros, si yo sólo quiero contemplar el mundo, si la felicidad no está en el imperativo; dejadme en paz.
No lo entienden. Se acercan con los brazos abiertos, con sus Biblias, con sus palabras de Amor, con sus cantos y sus colores; se acercan con los zapatos nuevos, con “tu comida preferida”, se acercan con “un billete de veinte euros para que te compres todo lo que quieras”; se acercan con sus bultos familiares y cariñosos, ¡tan afablemente, tan monstruosamente humanos! ; se acercan, a veces disfrazados de amigos, de profesores, de padres, de hermanos, de amantes, de curas, de chiflados, de mecánicos, de albañiles, de…
Y, monstruosamente, con la misma monstruosidad (valga la redundancia), les miento. Me quedo quieta. Soporto estoicamente el abrazo, me como estoicamente su comida, quemo estoicamente su dinero con productos que me interesan/entretienen. Soy buena hija, hermana, amante, estudiante, transeúnte; soy buena desconocida, buena mujer, buena hembra…Monstruosamente pienso todo esto, monstruosamente no me dejo arrastrar por ese manual de instrucciones que dice: “estás acostumbrada: tú eres así y tienes tales botones y engranajes y circuitos en el cuerpo; funcionas de tal manera y te concibieron para esto”.
Luego viene alguien como tú y me dice, con gesto de genio de lámpara maravillosa: “¿Qué deseas?” Y ni siquiera tengo referentes externos para formular el deseo. Quiero crear mi propio deseo. Sólo la creación me alienta. Sólo ella surge de mí.
Espera. Sé lo que piensas. Lo sé: exagero. Todo es más sencillo. Vives, te tocan, y no te das ni cuenta. Por otra parte: “¿por qué te molesta? Si no hay nada de malo en ello…”
- ¡Piensas demasiado!
- Y qué hago, ¿si no?
- Siente.
Claro…Pues dame un puñetazo en la cara y sentiré.

Y ahora es cuando te hablo a ti, directamente.
(Claro, indirectamente: ¿o acaso me tienes delante? Todo es pura imaginación. Quizás te imaginas mi voz o visualizas mi cara (¿Cómo? ¿Te acuerdas de ella? ¿Y en qué postura? ¿De perfil, de frente, mirándote a ti o hacia otro lado? ¿Qué fondo: noche, día, atardecer…?ahhhhhh ¡dichosa curiosidad! si no fuese por Curiosidad no sé bajo qué lápida me arroparía) mientras descifras estas patitas de mosca).
¿Qué decía? Ay, me he ido.
La Parra. Señora Parra con sus uvas y su vino en potencia.
¡Alabado sea Dionisos!
Continúo:
¿Qué espero, en fin, de las cosas?
¿Te hablo del futuro?
(¿Ni que sea para cotorrear durante unas líneas? ¿Por puro horror vacui? )
De momento: Sólo quiero crear. Crear. ¡Croar!
Para qué: para no aburrirme. Quiero saciarme con mis manos. Quiero transformar.
Crear es transformar lo inanimado y dotarlo de trascendencia.
Quiero eso: quiero que las piedras se enamoren. Quiero que los yunques dancen.
Quiero que lo muerto viva.

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