martes, 13 de marzo de 2007

Libropesía

Historia de una librópata y de su trágico desenlace .

Mary Metacrilato descubrió una tarde que llevaba toda la vida con una enfermedad a cuestas: la libropesía. Cuando estaba en su casa, existía una extraña fuerza que le impedía salir afuera. Llegaba a la calle confusa y desorientada, con poco apetito de exterior y no podía coordinar sus pies para que caminaran con ritmo, sino que cada pisada era un enorme descompás. La melodía de los andares sonaba pero ella la juzgaba tan poco compenetrada con su estado de ánimo que se preguntaba una y otra vez si algún libro le mostraría esa partitura, para ensayarla una y otra vez y no desvalijarse en el asfalto.
La mirada distraída de los otros transeúntes la horadaba, porque esos ojos hacían evidente su existencia. Y ella temía que no estaba cumpliendo con el rol de su juventud. Había una fuerza secreta que no se liberaba. Algo le impedía ser feliz y respirar liviana la grandeza de la vida y del cosmos. Se imaginaba a sí misma como otro personaje ficticio, y entonces se apresuraba a cerrar el libro de su propia vida, con un vértigo inesperado. Buscaba pureza, tal vez, alguien que le hablara como los cuentacuentos de su infancia, esos locos serenos con sombrero de alas que van de pueblo en pueblo y nunca se afeitan la barba. No los buscaba por sexo, sino para conversar con ellos. La agorafobia de Mary Metacrilato se debía a que no encontraba personajes sonrientes ataviados por la fantasía, con la voz serena y palabras sobre visiones y vivencias maravillosas. Cuando sentía a alguien como un absoluto capullo se entristecía en vez de descoyuntar la idiotez con un insulto y un desaire adecuado.
Suponemos que todo era una mezcla de cobardía y desazón. Había leído largos y grandes parlamentos con la luz de una linterna. También había leído tirada por los suelos de cualquier metro cuadrado de su casa, de los parques, de las playas periféricas. Luego salía hacia afuera del libro y pretendía seguir leyendo las gentes, el mundo, los colores mudables del cielo en función de la altura del sol o de la luna. Pero algo la detenía. Porque entonces precisaba el leerse a sí misma en movimiento, y eso le despertaba un pánico absoluto. Pensaba que si llevara una vida acorde con la trama perfecta, tendría que ser amoral y malvada, y a la vez genial y misericordiosa.
Cuando Mary Metacrilato leía buscaba siempre argumentos insólitos, aventuras y deseos imposibles. Luego, desesperaba al ver que el guión de su existencia apenas tenía mérito en sí mismo. No entendía cómo podía ser que amara tanto a la gente y que no pudiera, si quiera, lanzarse a la calle como una aventurera indomable. No sabía cómo podría reconciliar su salvajismo interior con la imagen de mujer ensimismada y estudiosa que, por discreción, se había forjado desde su temprana adolescencia.
De todos modos, no era cierto del todo, aquello. Mary Metacrilato alguna vez había salido disfrazada por las noches, con la cara manchada con reclamos tribales y una prepotencia desmesurada. Había charlado con cualquier desconocido como si fuera una heroína de cómic, se había llamado de cualquier manera, pero sólo había conseguido que algún crédulo carente de imaginación- que no la comprendía- le pidiera el teléfono. Y ella lo había hecho añicos en la primera papelera que encontraba, y se había ido a la orilla del río para llorar y fumar cigarros hasta que se desmayaba por empacho de humo. Necesitaba fuerza de voluntad para descubrir por qué todo su pasado la lastraba, por qué la soledad incisiva -y la sensación de ostentar demasiada literatura inservible- sólo le liberaba en solitarios e impulsivos viajes que acometía con el pretexto de su búsqueda de manuscritos inéditos y raros por el mundo. Cuando viajaba, entonces, no temía nada, porque ya no estaba en su casa, con libros ni con personas que le arrastraran a ser la princesa lánguida de los cuentos.
Pero un día sucedió algo. Todo tenía que cambiar. Ejecutó un metódico plan para desterrar de una vez su librodependencia. Empezó ordenando su armario y compró litros y litros de zumo de naranja. Se dio una buena ducha y cuando ya estaba vestida con una ropa cómoda y a la vez sugerente, se sentó en su sofá de leer y en vez de coger un libro con las manos, encendió el televisor y vio el partido Barça –Madrid. Desde aquella noche, fue poco a poco adquiriendo los hábitos del resto de la humanidad. Sus libros se llenaron de polvo. Se convirtió en una persona tan normal y corriente que su historia dejó de ser única e irrepetible. Tediosa, dejé de escribir sobre ella. Mary Metracrilato volvió a llamarse Ana González y sus ojos desterraron aquel brillo de página en blanco.
(Cuadro: Arcimboldo, El Bibliotecario)

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