Escribamos, pues, en el reverso de la vida.
Hay un lotófago detrás del murmullo
de cada acera. Una intuición fibrada
nutre de seda la palpitación del enigma.
Y entonces el limbo se reviste de cuero rojo,
se prolonga una meca horrible de oreja a oreja:
el Deseo se esconde detrás de la máscara,
se acurruca estúpido para engendrar la Peste.
Despertad, huérfanos de padre y madre. Solitarios
sin pareja. Dejaos de rascar los respectivos sexos
y clavad una mirada ulcerante en el paisaje
que os duele. Algo os llama a la hermosa destrucción:
con una pistola grande podría reventar la humanidad
en vuestra cara. Lanzáos, Kamikazes locos,
apalead los vientos de las nubes parturientas.
Alguien llamará, seguramente, a los maderos;
vuestros amuletos tribales levantarán sospecha.
Kamikazes órficos, astronautas del infierno,
seducid a la sangre que alimenta a la vida,
morid dignamente con un verso rezumando
de la boca. Apagarán la música antes de que bailéis,
ni siquiera se darán cuenta. Y entonces, lentamente,
diluviaréis cuarenta días y cuarenta noches.
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